A MI PADRE

¡Qué valiente cuando frenas las lágrimas,
cuando impides que el dolor se apodere de tu hogar,
que el alma no se estremezca en la negrura,
o que la pena no consuma la esperanza!

¡Qué grande eres y a la vez cuan desvalido
te siento al ver tu rostro risueño
si te sabes observado!
Pretendiste enterrar el desaliento
y la aflicción te consume sin descanso
mientras a lomos de un caballo erguido
continúas con la vida, como si no pasara nada.

Recuerdo aquel epitafio al cerrar sus ojos,
la declaración de amor más contundente
resumida en apenas diez palabras;
¡fue el más hermoso, tierno, exasperado
juramento de amor que nadie viera!;
después te enjugaste la mirada
que estaba ciega de llanto y saliste
de un recinto imbuido de tu gracia.

¡Qué envidia, qué orgullo, qué legado
nos dejaste en la memoria en esa hora
en que todos perdimos un pedazo de vida
entre las cuatro paredes de la estancia!

Hoy, pasados los años, no así el tiempo,
recuerdo tus palabras deseando
que alguien un día a la cabecera
de mi lecho final, esos mismos vocablos pronunciara.


Mª Soledad Martín Turiño