APRETÓN DE MANOS

Relato con origen : Castronuevo de los Arcos

Estamos asistiendo al espectáculo bochornoso de una hilera de corrupción que parece no tener fin: políticos, banqueros, artistas, sacerdotes y profesionales de toda condición se ven envueltos en escándalos que cada día llegan a nuestras vidas a través de los medios de comunicación. Da la sensación de que nadie se libra de la mezquindad, de que la codicia se ha instalado y campa a sus anchas en esta sociedad devaluada, sin patrón y a la deriva.

Se han perdido valores como la honestidad, el respeto, el compromiso, el trabajo bien hecho, la palabra dada e incluso la vergüenza que un día muy lejano ya eran las señas de identidad que hacían a los hombres y a los pueblos fuertes. Estamos a merced del pillaje, del saqueo, la depredación, y pensamos que todo vale, que al no haber principios por los que regirse los gobernantes, a los súbditos se nos excluye de obligación alguna; sin embargo quiero creer que aún exista alguna persona honrada, alguien a quien repela el adueñarse de lo ajeno aunque tenga la oportunidad de hacerlo e incluso de quedar impune, alguien a quien enseñaran de pequeño que con la conciencia tranquila se duerme mucho mejor, alguien que valore todavía no cruzarse de acera o agachar la cabeza cuando ve a otra persona que pueda acusarle.

Yo me crié en un pueblo pequeño, de gente humilde y sana. Recuerdo que no hace mucho tiempo, apenas un par de generaciones, mi abuelo sellaba los tratos con un apretón de manos y la palabra era ley; no hacía falta escrito alguno para cumplir el compromiso dado. La gente no era tan aviesa como ahora y en los pueblos, al conocerse todo el mundo, cada cual se cuidaba de hacer bien las cosas para no ser señalado por el resto, aunque he de reconocer que la gente de mi pueblo siendo sencilla, austera, parca y nada amiga de frivolidades, sin embargo también es crítica, mordaz, irónica y hasta cruel con sus semejantes. Si hay una disputa verbal con otro paisano, sea por unas tierras o cualquier otra cosa, una vez se ha disuelto la conversación o superado el malentendido, queda el resquemor de lo que ha dicho el otro y perdura para siempre una animadversión que va creciendo sin saber por qué y se enraíza en lo más profundo. Esa discordia permanente, ese resentimiento sin solución me produce una desazón que empaña la benevolencia de mis pensamientos con respecto a mi pueblo; sin embargo no debo obviarlo por indeseado, sino que hay que reconocerlo porque forma parte de la realidad.

Con todo, y teniendo presente lo que acabo de exponer, crecí en el valor del respeto a los mayores por el hecho de serlo, sin juzgarles; de escuchar antes de hablar y hablar para decir algo con sentido, de ser coherentes las palabras con los actos y ante todo de llevar una vida intachable; por eso cuando veo cómo va esta sociedad perdida, con unos jóvenes a quienes el estado debería formar como el diamante más valioso porque tienen en sus manos el futuro de todos, y los veo plenos de tecnología y ocio pero desorientados y sin estímulos, principios ni valores a los que aferrarse, una pena enorme me traspasa.

Estamos a tiempo de reflexionar sobre la época de nuestros abuelos, de valorar el sentido de las cosas y dar una vuelta de tuerca a estos desmanes con que nos fustigan cada día. Somos un país muy válido, con mucho que aportar al resto del mundo y no podemos permitir que un grupo de gente sin escrúpulos siga tirando por la borda el trabajo del resto de españoles, porque aunque nos hayan estafado en todos los sentidos, tanto en el económico, como en el moral; hemos de demostrar que valemos más que ellos. “Nosotros, el Pueblo” como iniciaba la Constitución americana de 1787, somos el reto; todos sabemos que el poder del pueblo cuando se une para luchar por un bien común tiene toda la fuerza que en ocasiones las leyes nos quitan.

Hoy, cuando los políticos empiezan a hacer campaña de cara a las próximas elecciones municipales y nos alegramos por su condescendencia aprendida e interesada, pienso en personas honradas como el actual alcalde de mi pueblo, en mi abuelo, en mi padre, en vecinos y en tantas gentes de Castronuevo que tuve la fortuna de conocer y me transmitieron esos valores que hoy faltan. Les agradezco que pasaran por mi vida con la naturalidad de quien hace lo correcto y piensa que eso es lo que hay que hacer; por eso ni siquiera fueron conscientes de la enseñanza que impartían.

Espero que quienes ahora están el poder lo utilicen con buenos fines, espero que una ráfaga de aire fresco barra todas las malas prácticas y, de nuevo, se instale la cordura y el honor en esta sociedad que tiene tanto por lo que luchar; espero que las enseñanzas que una vez marcaron con rectitud nuestras vidas vuelvan a ser la causa que abanderemos para crecer en esta sociedad española ahora tan mancillada.

Mª Soledad Martín Turiño